Texto: Pedro Bohórquez Gutiérrez
El verano ha sido largo y ha llegado por fin el tiempo de echarse al monte. Hoy lo hemos hecho por unas horas, intensas, y como más merece la pena: por todo lo alto y como si estuviésemos fugados de verdad, en pugna con la luz de unas tardes cada vez más breves, confundida nuestra condición de perseguidores de sus últimos rayos declinantes con la de perseguidos por la sombra repentina de los atardeceres de octubre. Para hacerlo a lo grande lo hemos hecho retrepando a las altas cumbres de los tajos de El Algarín, por encima de El Gastor. Las cumbres de Los Algarines -me permito el plural, pues son dos- se yerguen a mil metros de altitud sobre el nivel del mar, al pie casi de las aguas del embalse de Zahara-El Gastor, de las que parecen surgir como dos colosales gigantes. No es el Machupichu, pero desde allí se contemplan las no menos míticas serranías de Ronda y Cádiz, y tres o cuatro provincias andaluzas.
La sensación de ‘deja vu’ me ha asaltado en varios momentos, mientras los buitres -esos cóndores nuestros- planeaban a ras de nuestras cabezas, dejando oír la extraña música del roce de sus alas en el aire, y unas cabras cimarronas se alejaban, dando brincos, a nuestro paso. Qué rara, esa mezcla de cabras payoyas y cabras salvajes, confundidas en un único rebaño, sin entender -¿para qué?- de razas.
Hacía diecinueve años que estuve por primera y única vez, hasta esta tarde, en estos parajes donde crece la mandrágora y se levantan dólmenes, en pie desde hace miles de años. ¿De dónde este impulso urgente de echarme a la sierra y precisamente aquí? Es raro, pero ahora, con el cuerpo baldado de agujetas, siento que no era cuestión de seguir aplazando el regreso a uno de esos lugares donde uno se sintió alguna vez de este lado de la eternidad, que diría el gran Stevenson.