Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez
SINTIÉNDOME JAPONÉS EN RONDA.
He tenido la dicha de ser peatón en Ronda en distintas épocas de mi vida. Allá por la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado, entre el 75 (allí viví la noticia de la muerte del dictador) y el 78, como estudiante de bachillerato, y ya en este siglo entrado, del 2003 al 2004 y del 2005 al 2008 por motivos laborales. Casi siete años, si los sumo, de una vida que ya ha atravesado su ecuador, aunque nunca termine de creerlo.
Una de las ocupaciones predilectas en mis ocios en ese tiempo era pasear por sus calles y, sobre todo, perderme al azar por alguno de los muchos caminos que parten de ella a adentrarse por los campos y sierras de sus alrededores inabarcables; dejarme sorprender por cada inédita perspectiva que la vuelta cada vez por un sendero diferente me ofrecía, con la sensación no de regresar sino de llegar por vez primera.
Entre estancia y estancia, no dejé de volver después de más o menos tiempo, casi sin cálculo y, por supuesto, ya sin obligación. Ahora que no estoy allí vuelvo a hacerlo, solo para disfrutar del placer, más plenamente cada vez, de regresar y ser otra vez por unas horas, y como si no lo hubiera sido nunca y lo fuera por primera vez, allá en los perdidos y brumosos tiempos de la infancia, peatón en Ronda.
Hoy en que oleadas silenciosas de japoneses deambulaban disciplinadamente como atraídos por el espectáculo efímero de los almendros el flor de las laderas del Campillo y de las colinas que se extienden como olas estáticas hasta las estribaciones de las sierras que cercan sus horizontes, he experimentado nuevas perspectivas al atravesar en coche de caballos el Puente Nuevo y dejarme conducir por el cochero Cristóbal por el laberinto de la Ciudad. Como un atento y asombrado turista nipón más.