Crónica de Pedro Bohórquez Gutiérrez
TARDE DE OTOÑO EN GRAZALEMA. Esta tarde de domingo hemos paseado por Grazalema. Nos hemos internado por sus arrabales y ha sido redescubrirla. Nuevos ángulos de lo que creíamos conocer nos han devuelto el asombro de lo mirado por vez primera. Hemos cruzado el puente sobre un Guadalete niño y nos hemos asomado a la Fuente de Abajo, con su generoso abrevadero y sus enigmáticas máscaras de piedra de donde manan sus siete chorros, y al lavadero de enfrente, vestigios de un pasado que se resiste a morir. Nos hemos salido de los caminos trillados y hemos bajado al fondo del tajo por el empedrado de la antigua calzada (medieval, según reza un cartel de madera podrida por la intemperie), entre higueras bravías y almendros desnudos; hemos sentido una especie de vértigo invertido al mirar hacia arriba y tropezar nuestra vista con el blanco que parece que se nos viene encima de las últimas casas construidas sobre el límite del barranco, repoblado por unos pinsapos que, más que amortiguar, acentúan su verticalidad; nos ha sorprendido su olvidada condición de fortaleza; la lentitud de la tarde nos ha sumergido en un tiempo ajeno al de las visitas casi siempre apresuradas y distraídas que se concentra en terrazas y tiendas donde se repite el ritual del turismo, igual en todas partes; hemos palpado la melancolía del otoño en su desnudez y pureza, y en nuestros sentidos se han instalado los olores impregnados de humedad que las lluvias recientes han esparcidos por el campo, a gallinero, a la tierra removida de los pequeños huertos, a majada de oveja, a pasto seco pudriéndose, al humo de las hogueras quemando forraje; y se han instalado también en ellos la imagen de las lejanías doradas por el sol último, por las que se pierde nuestra mirada y la memoria difusa de otras muchas tardes que el otoño nos trae.