OPINIÓN
Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez
De vuelta, esta tarde gris y extemporánea de finales de mayo, por Grazalema, tan cerca siempre, con sorpresa, reparo, sin embargo, en que ya pasó otra primavera y no solo esta que a punto se encuentra de expirar, desde que no deambulaba por sus calles. Me acerco a la balconada del Asomadero. El verde aun resiste en las cumbres de la sierra, unánime, y tiende al amarillo y ocre en la lejanía. Encuentro las puntas de los pinsapos más altos del Asomadero, que se derraman terraplén abajo, a punto de rebasar (o eso me parece) el desnivel que conforma el tajo y hace de este un inmenso balcón frente a la ribera del Guadalete, cerrada, al fondo, por la elevación de la planicie de Acinipo, ya en la lejanía. Da la impresión de que se pueden tocar, alargando el brazo, las puntas de los pinsapos, en los que el verde más claro de los retoños de las hojas nuevas puntea de fantasía su fisonomía adusta, como de otras latitudes menos cálidas.
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Da la impresión de que están más altos. Y no solo los pinsapos del Asomadero. Según me alejo por la carretera que circunvala el pueblo, bordeándolo por arriba, se dejan ver sus oscuros y sombríos conos verdes, acá y allá, sobresalir de los patios y corrales, por entre los tejados árabes, tan parejos, con sus cintas de cal marcando los caballetes y los aleros. Los pinsapos han comenzado a ocupar su lugar en el blanco y marrón entramado del urbanismo, a vista de pájaro, de Grazalema, desde hace unas décadas.
Esta tarde gris de calima y viento de levante con la que mayo se despide, mientras me alejo por la carretera serpenteando en dirección al cruce del Puerto de Las Palomas, los pinsapos que emergen aislados por entre las casas junto con las espadañas de las iglesias, así como, momentos antes, mirando desde el tajo del Asomadero abajo, me parecen más altos, como esos niños a los que dejamos de ver un tiempo y al cabo de este los encontramos transformados en espigados adolescentes, después de un estirón.
Es entonces, mientras me alejo entre curvas hacia el Puerto del Boyar, tras el callejeo por los cuatro sitios de costumbre que una visita rápida, como de paso, permite, cuando reparo en que hacía dieciséis meses que no pisaba Grazalema. Antes, por el vacío de sus calles, por la mayoría de sus tiendas cerradas, por la ausencia de aglomeraciones, cuando estas suelen marcar su faz en días no laborables, me pareció sentir la huella del paso de todo este tiempo, de estos dieciséis meses: como si algo impalpable hubiera cambiado en el ambiente, que hubiera devuelto a Grazalema a su ser más antiguo, como si estuviera todavía intentando salir de este, y le costara. Un aire, no sé, de convalecencia, acentuada quizá por la doble grisura de las nubes altas y de día domingo por la tarde.