OPINIÓN
Texto y fotos: Pedro Bohórquez Gutiérrez
Hacía seis años que no paseaba por el bonito pueblo serrano de El Gastor. Y eso que mi residencia quedó asentada desde un año antes, después de un largo período de idas y venidas a causa de mi profesión, en el pueblo donde nací y donde más tiempo he vivido, Ubrique, de la misma comarca, la Sierra de Cádiz, en la que se integra El Gastor. Es lo que tiene vivir en una demarcación territorial y administrativa extensa, de población dispersa y abrupta geografía, y, para colmo, mal comunicada entre sus pueblos, por causas en las que un comentario como este, breve y suscitado por otros motivos que pasaré a exponer, no es el sitio en el que entrar a analizarlas, aunque sí pueden estas suponerse y apuntarse. El sino de estos pueblos, en medio de una orografía accidentada, que los aleja más de lo que de por sí lo están de las capitales de provincia y de los grandes núcleos de población, parece que ha sido durante muchos años, por esta causa y por factores sociales y económicos que hunden sus raíces en la historia, vivir anclados en la subsistencia, relegados a un segundo orden por las administraciones, cuando no condenados a un claro e injusto olvido.
Una actividad primaria subsidiada y el turismo rural han venido, parece, a poner freno a la emigración a la que muchos habitantes de estos pueblos blancos de la Sierra gaditana han estado secularmente abocados.
Hoy, en mi paseo por El Gastor, he percibido que nada más lejos en su ambiente que la sensación de abandono y la falta de una vida propia, aunque sin llegar a la masificación que el turismo impone en otras zonas de la comarca y la provincia.
Me ha sorprendido mi visita a El Gastor porque en su modestia, como Grazalema o Zahara de la Sierra a otro nivel, y corroborando impresiones anteriores, me parece que ha sabido conciliar armónicamente la conservación de su patrimonio arquitectónico tradicional, cuyo valor, como en la mayoría de los pueblos blancos de la comarca no estriba en la monumentalidad, sino en el carácter popular y de líneas sencillas de su conjunto urbano.
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En el caso de El Gastor, el resultado ha sido igualmente modélico, cuando no superior en algunos detalles. No encontraremos, como tampoco en Grazalema o en Zahara de la Sierra, esas promociones de apartamentos adosadas, que, importadas de la Costa, comenzaron a proliferar también en la Sierra, antes de que la «crisis del ladrillo» las frenara, y hoy forman parte, como excrecencias, del paisaje urbano de El Bosque, Benaocaz o Benamahoma. Ni tampoco tropezará nuestra vista con ningún macroedificio turístico. La visión panorámica que se nos ofrece desde arriba, desde el pinar que se entiende a los pies de la Sierra del Algarín y que rodea en un abrazo de verdor la parte alta del casco urbano con que limita, transmite la sensación de belleza de lo que se integra armoniosamente en el paisaje: esa amalgama de los marrones de los tejados árabes y del blancor de la cal, restallente bajo la luz directa de un sol de primavera o apagada en las sombras, combinados en un conjunto de formas en equilibrio, como una composición cubista de inefable perfección, que se extiende, en primer plano, a modo de una media luna detenida ante un abismo inesperado, de golpe, frente a una sucesión, que se pierde en la lejanía del horizonte, de colinas y riscos, cuyas siluetas destacan y parecen surgir del fondo de profundos y ocultos valles. El pueblo de El Gastor parece deternerse justo en el límite de uno de ellos, cuya tierra de color entre violeta y magenta, tan característico de sus laderas, recuerdo haber escuchado hace tiempo, recibe la denominación de «tierra roja gastoreña», y si no es así y mi información no es exacta, por su singularidad, de ese modo debiera ser nombrada.
Adentrarse por la calles de El Gastor nos confirma en esa impresión que nos transmitió el conjunto: la de que estamos ante un pueblo vivo y auténtico y no frente a un parque temático. Las calles, las fachadas de las casas, mayoritariamente humildes, son un muestrario de un buen gusto sencillo y no pervertido por el deseo de ostentación ni por la rutina fácil y barata de amoldarse a los estereotipos que impone un concepto estandarizado de la arquitectura rural donde el pastiche y la imitación se ha impuesto al hábitat tradicional, uniformándolo. La restauración parece prevalecer sobre la nueva construcción. Y la vivienda rural, de alquiler, o el museo o el establecimiento público o comercial se confunden (salvo por discretos rótulos de forja: la iluminación flourescente no existe) con la vivienda normal.
Otro rasgo del urbanismo que me llamó la atención como visitante es la integración del mundo vegetal con el urbano. El adorno floral no es un señuelo para el turista como en los patios cordobeses. Es ante todo expresión de una cultura arraigada en la tradición y de una exquisitez en el gusto que en algún caso, como en la ascendente calle Alta, alcanza una profusión y exuberancia solo explicable por el concurso de los vecinos, su compartido sentido de la belleza que emana de una flor y su amor por las plantas.
También pude experimentar ahora que, como dice el «Romance del prisionero»: «Que por mayo era por mayo,/cuando hace la calor,/ cuando los trigos encañan,/y están los campos en flor…», El Gastor es un ejemplo de que la jardinería no es incompatible con la conservación de frondosas sombras bajo moreras u otros árboles que contribuyen a hacer agradable el discurrir tranquilo de la vida de su vecindario. No es raro encontrar a las cuatro de la tarde una tertulia de mayores acogidos al tibio frescor de una de ellas en uno de sus parques, junto al monumento al genial guitarrista gitano Diego Amaya, Diego del Gastor, nacido, de ascendientes grazalemeños y serranos, en la vecina Arriate (Málaga) y que, tras criarse en El Gastor, vivió su vida adulta en la sevillana Morón, cuya Sierra se difumina en las distancias, donde confluyen las tres provincias andaluzas.
Parece que El Gastor se mantiene a salvo de esa plaga que en pueblos como El Bosque y Ubrique o Villaluenga del Rosario -admirables por tantos motivos, sin embargo- se ha extendido en el último lustro hasta límites escandalosos e impopulares, la práctica jardineril de podar y talar en invierno y hasta bien entrada la primavera tanto parques y zonas verdes como árboles aislados, hasta el punto de contribuir a que la calle en verano sea todavía mas inhóspita de lo que la hace nuestro clima mediterráneo y, en los últimos años, la galopante subida de las temperaturas, que nos advierten de que el cambio climático es una realidad y no solo un motivo para incluir más medidas que incumplir en los programas electorales.
Tampoco, como en cambio en Ubrique y en El Bosque, en El Gastor se despilfarra dinero público en modelar cualquier seto, arbusto o árbol que se preste a ello, «sembrando» las zonas verdes de figuritas vegetales que lo único que ponen de manifiesto es hasta donde puede degenerar un oficio como es la jardinería, afectada en los dos pueblos mencionados -y en otros a los va llegando- de esta moda antinatural y ajena al bien común, más propia de un jardín versallesco o del gusto ostentoso de los nuevos ricos que se instalan en la Costa del Sol. Y tampoco parece que en El Gastor haya arraigado el hábito de arrasar el suelo de los jardines con herbicidas hasta conferirles el aspecto de eriales como si hubiera un interés en anticipar el verano ahora que el verde y el colorido de las flores silvestres está en su máximo esplendor.
Me pareció El Gastor, en su cuidado urbanismo, un ejemplo, de conservación e integración inteligente de la naturaleza en el entramado de sus callejuelas, y, por utilizar un término grato a los políticos y sin que sirva de precedente, de «desarrollo sostenido».